En los valles de las cordilleras de Tarapacá y de Antofagasta, cuyas condiciones de vida, lo mismo que las de la altiplanicie boliviana, fueron en el pasado más adecuadas para el hombre, aparece un pueblo que se extendía por la Puna de Atacama y por las provincias argentinas limítrofes: los atacameños, que destacan debido al brillo de su cultura.
Según las investigaciones, las huellas del pasado de estas tribus retroceden hasta el hombre neolítico; pero también sitúan el apogeo de su cultura entre los siglos IX y XI de la era Cristiana. Ocuparon en la cronología un lugar intermedio entre la aparición de la cultura de Tiahuanaco y el imperio incaico.
Su unidad etnográfica habría atravesado las vicisitudes de la prehistoria y alcanzado a los tiempos históricos.
Fue una raza de tipo bajo: su altura fluctuaba entre alrededor de 1,60 metro para los hombres y 1,45 metro para las mujeres. La medición craneana tropieza con la deformación en sentido fronto-occipital o levantada, que era costumbre de la raza.
De todos modos, su hábitat era difuso, abarcando zonas del sur del Perú, el norte de Chile -especialmente el desierto de Atacama- y Jujuy y Salta en el noroeste de Argentina (habitaron los valles de las cordilleras de Tarapacá y Antofagasta). De su lengua, el cunza o kunza, apenas subsisten palabras aisladas. Esta cultura se conoce principalmente por la arqueología.
Los atacameños vivían en un medio hostil, por la escasez tanto de tierra cultivable como de agua. Sin embargo, fueron simultáneamente agricultores y ganaderos, aunque también practicaron la pesca y la caza con boleadoras, para alimentarse. Pero no fueron agricultores corrientes, sino de técnica y eficiencia muy elevadas. Dicen algunos que los incas fueron discípulos suyos, aunque ambos pueblos pueden haber tomado sus habilidades agrícolas de una fuente común en el Altiplano.
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